Contra el belicismo

OPINIÓN

Mural contra la guerra lanzada por Putin, en Bucarest.
Mural contra la guerra lanzada por Putin, en Bucarest. ROBERT GHEMENT | Efe

16 abr 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

En las semanas previas al inicio de la agresión rusa frente a Ucrania (24 de febrero de 2022), pocos creían que una acción esta naturaleza y envergadura fuese posible. Los propios dirigentes rusos se encargaron de desmentir durante meses que estuviese entre los planes una invasión a gran escala, tildando la reacción occidental a sus movimientos de tropas con el término, repetido en su léxico cada vez que se le critica, de «histérica» (Freud tendría mucho que decir al respecto). El 21 de enero de 2022, el Ministro de Exteriores ruso decía que la invasión de Ucrania «es una preocupación imaginaria» y, en el culmen del cinismo, que «nunca antes Rusia ha amenazado a Ucrania ni a los representantes elegidos por sus ciudadanos». Faltaban 34 días para que el ataque ruso supusiese un antes y un después en nuestras expectativas de vivir en paz, despreciando la integridad territorial de un país al que le unen tantos vínculos históricos y amenazando a todo el continente con la imposición de sus aspiraciones mediante la fuerza bruta. Aunque de la beligerancia rusa sólo su gobierno (y quienes se benefician de él o lo apoyan) son culpables, sorprendieron los insuficientes esfuerzos diplomáticos para intentar detener esta espiral, tanto en las etapas previas al conflicto como en sus primeros compases. No era difícil prever que, si no se ponía freno en un primer momento al conflicto, este se prolongaría durante muchos meses, como desgraciadamente ha sucedido. La guerra deja un rastro de destrucción y un desgaste terrible, sobre todo para Ucrania, forzada a sostener una lucha por su supervivencia como país, que consume todos sus recursos y miles de vidas perdidas. La volatilización en Rusia de cualquier espacio de libertad, la conversión definitiva del país en un régimen totalitario nucleado en torno a la figura de Putin, es otra de las etapas de este proceso, en el que, pese al deterioro económico que pueda sufrir, la indiferencia de una parte importante de los países a la agresión rusa (pues continúa el comercio y sus relaciones siguen intactas con medio mundo, empezando por sus poderosos socios del grupo de los BRICS), amortigua el impacto de las medidas restrictivas. 

Pasados más de dos años, sigue desconcertando la omisión de esfuerzos diplomáticos. Salvo tímidos intentos de Turquía o de China (ambos con sus propios intereses), no hay, que se sepa, abierta ninguna vía de resolución diplomática. La ausencia de cualquier intento de aproximación es preocupante porque el tiempo corre desde hace meses a favor del agresor. Ucrania se desangra y se desfonda y el bloqueo político en Estados Unidos les impide obtener la ayuda necesaria (con el riesgo de un abandono a su suerte, como sucedió con el gobierno afgano ante los talibanes). No parece que el régimen ruso vaya precisamente a colapsar, mientras obtiene ganancias territoriales en el frente de batalla y las incertidumbres políticas tanto en Norteamérica como en Europa benefician a Putin. La eventualidad, perseguida y deseable, de que Rusia fracasase en la ocupación del Este de Ucrania y de Crimea, y que el daño económico de las sanciones y el aislamiento hiciesen descarrilar la estrategia del Kremlin, provocando incluso la caída de Putin (y que acabase afrontando un juicio por crimen de agresión y crímenes de guerra ante un tribunal internacional ad hoc, como propugna Philippe Sands), por desgracia son hipótesis que están muy lejos de cumplirse. Al contrario, la balanza corre claramente el riesgo de inclinarse a su favor. Cualquier intervención militar directa para evitarlo es impensable, por mucho que la conducta del régimen ruso sea aborrecible, dada su condición de potencia nuclear. 

Al tiempo que las iniciativas diplomáticas no parecen contemplarse entre las posibles soluciones, la reacción de los gobiernos europeos al emplear una renovada retórica guerrera causa asombro. Son los mismos países cuyos gobernantes fueron durante años incapaces de articular una respuesta contundente (o simplemente miraron para otro lado) ante los crímenes y atrocidades de Putin, desde la violentísima represión en Chechenia y la cruel asfixia a toda disidencia interna, pasando por la anexión de Crimea, la separación de facto de Transnistria, Abjasia y Osetia del Sur, o el intervencionismo en las repúblicas centroasiáticas y en Bielorrusia, favoreciendo autocracias subordinadas al poder de Putin. Mientras las autoridades rusas practicaban el asesinato selectivo a disidentes y desafectos, extendían su poder desestabilizando a sus vecinos cada vez que lo consideraron necesario y continuaban su escalada hacia la tiranía, apenas se les puso un pero. A título de ejemplo visual de aquellos tiempos tan cercanos, recordemos la práctica del sportswashing con la connivencia occidental en los Juegos de Invierno de Sochi (prácticamente coetáneos a la toma de control de Crimea) o la infame propaganda imperial asociada al campeonato mundial de fútbol 2018. Imposible olvidar a Macron, el mismo que habla ahora a la ligera de enviar tropas a Ucrania, exultante en el Estadio de Luzhnikí presenciando como su equipo ganaba la competición, mientras la política de agresión rusa ya había transcurrido una parte considerable del camino que le ha llevado a esta nueva fase. Frenar las tendencias liberticidas, autoritarias y agresivas cuando empiezan a desplegar sus garras es fundamental para no vernos luego ante sus consecuencias devastadoras, y en el caso que nos ocupa nada de esto se hizo cuando tocaba.

Los dirigentes europeos deben moderar su discurso belicista, que da muestra de su impotencia y mala conciencia, no conduce a nada bueno y tampoco a nada útil. Los ciudadanos de la Unión somos suficientemente inteligentes para apreciar que, en efecto, puede ser necesario reforzar nuestras capacidades defensivas y disuasorias, estructurar una arquitectura de defensa y solidaridad estrictamente europea, máxime si Trump vuelve a llevar a Estados Unidos por el camino del aislacionismo. Y sabemos que eso requiere inversiones poco amables, en seguridad y defensa, que podemos sensatamente debatir, teniendo también presente que no sólo en el campo estrictamente militar se dirime la correlación de fuerzas. Ahora bien, acostumbrarnos a un agónico discurso de la supervivencia, agitarnos con el pánico nuclear, reimplantar la conscripción obligatoria, alimentar una carrera de armamento sin fin, imbuirnos en una cultura de la guerra y el militarismo, sólo servirá para retroceder abruptamente en el tiempo y alentar las profecías autocumplidas de la guerra permanente, tan queridas del autoritarismo. Asumir que puede haber una confrontación militar es presupuesto para que esta se produzca, y es la línea argumental elegida cuando se enuncia la inevitabilidad de la guerra. Se hace, además, entre la frivolidad de quien manosea cuestiones vitales, y la fatalidad, a la que debemos oponernos, pues el conflicto es un problema humano susceptible por ello de solución, no una condena divina ni una catástrofe natural. Este irresponsable batir de tambores servirá, por otra parte, para dar alas a los populismos y a los nacionalismos más primarios, que precisamente socavan los propios cimientos del proyecto europeo; incluidos aquellos que, paradójicamente, toman a Putin por referente y no dudan en tener con sus agentes escarceos financieros, estratégicos o pseudodiplomáticos.

La Unión Europea es el mayor proyecto de construcción de la paz y la estabilidad que ha conocido este continente, donde la profusión de horrores y contiendas ha sido generosa. Aunque en la integración europea la política de defensa ha de contar más, los objetivos comunitarios no deben salirse del guion histórico, promoviendo la diplomacia, la resolución pacífica de las controversias, el diálogo como forma de superación de los conflictos armados y el apoyo a la normalización y la reconstrucción posterior a las hostilidades. Es ahí donde está tradicionalmente el punto fuerte de la Unión, y donde debe seguir estando. Mostrar fortaleza ante las amenazas de Rusia (por ejemplo, respecto de los países bálticos y Polonia, principales amenazados) y no abandonar a Ucrania ante la agresión, que es un deber moral y estratégico, no debe ser incompatible con activar los cauces de la diplomacia ni con el lenguaje de la coexistencia y las soluciones pacíficas viables. Sacudirnos de encima la retórica belicista, contener los conflictos y evitar su propagación son también necesidades existenciales.